martes, 17 de mayo de 2011

Paco Ignacio Taibo II: La biografía es un arte desesperado y enloquecedor.





por Ángel Berlanga
Página / 12, 2006

“El historiador no puede menos que observar al personaje con fascinación”, anota Paco Ignacio Taibo II de entrada, nomás, en su gigantesca biografía narrativa de Pancho Villa, apenas luego de contar algunos datos desmesurados del personaje, “un revolucionario con mentalidad de asaltabancos que, siendo general de una división de treinta mil hombres, se daba tiempo para esconder tesoros en dólares, oro y plata en cuevas y sótanos, tesoros con los que luego compraba municiones para su ejército”. 

Como ocurre con la que hizo sobre el Che Guevara, lo gigante no quita lo vital; se trata de personajes bien singulares, sí, pero ahí está además la prosa de este escritor que se define como popular para agilizar, organizar, categorizar por niveles, un cúmulo inmenso de información. Esa vitalidad está en qué dice Taibo en este hotel del centro de Buenos Aires, en cómo cuenta, por ejemplo, su papel en las protestas de reclamo de fraude en las elecciones presidenciales:

“Yo viví ahí durante los 45 días del súper campamento de doce kilómetros que les hicimos en la mitad de la ciudad de México, di un curso de historia para mexicanos rebeldes, por el que pasaron 20.000 personas. Y nunca en mi vida me he divertido tanto; un debate continuo con la gente, que quién era Pancho Villa, quién Zapata, el Che, la independencia, los movimientos estudiantiles franceses y mexicanos, pasado lejano o inmediato. Campamentos de una riqueza maravillosa, el mundo de treinta años de resistencia. La flor de la tierra. Me sentía revivir”.

“Y yo aquí, dando vueltas”, murmura cuando se le comenta de la intervención de los federales en las recientes protestas en Oaxaca. “En origen es un movimiento magisterial muy simple ―sintetiza―. Por razones económicas el gobernador suelta a los perros y a los pistoleros, hay profesores y militantes muertos y la reacción es un amplísimo movimiento ciudadano que toma el Estado, las sedes gubernamentales. Frente a esto se persiste en el gatillo alegre. Y ahora se da esta alianza entre el gobierno federal del PAN y este gobernador del PRI: ‘Yo te protejo la espalda a ti en Oaxaca, tú me ayudas a elegir a (Felipe) Calderón, el nuevo supuesto presidente’.” 

Cuenta Taibo que perdió contacto con el subcomandante Marcos después de escribir, “a cuatro manos”, la novela Muertos incómodos: “Cada uno se fue a lo suyo, yo a terminar el Pancho Villa, que me traía loco, y él a organizar otra campaña. Dejamos de hablarnos, vernos y escribirnos”. El movimiento zapatista se sumó a las protestas de Oaxaca, con cortes de caminos y movilizaciones. “Ya era hora, porque era urgente que los zapatistas se sumaran a los movimientos que se están produciendo.”

Y sigue: “Alguna vez me preguntaron: ‘¿Por qué no eres zapatista?’. Básicamente, porque la selva donde yo vivo tiene antenas de tevé, no árboles. Si yo hubiera sido un campesino o un indígena, si al hospital a la vuelta de mi casa nunca le pusieron un techo, si hubieran violado a mi hermana los pistoleros de los caciques, si cada vez que se hacía un trabajo de organización comunal llegaba la policía judicial a tiros, muy probablemente sería zapatista. Pero soy un hijo de la clase media ilustrada, urbana, con una lógica de movimiento social de encuentros con obreros, organizadores de base, estudiantes, profesores, escritores, y juntos hacemos vida social y defendemos principios y proyectos”.

¿Qué sería un escritor popular?

―Que en la calle te saludan de palmada y te llaman Paco, en lugar de “don Francisco”, o algo así. Supongo. Que el mantero callejero al que le compras 17 destornilladores por dos pesos levante la vista y diga: “Paco Taibo... Ta’ bueno el Villa, eh”. Y tú dices: “El dios de los ateos es grande y nos protege”. Eso es la gloria, esa especie de aliento que te mandan los lectores, lleno de vitalidad.

Presenté el libro en Querétaro; esperaba 40 personas, lo normal para una pequeña sede de provincia. Había 800: me asusté, me entró el pánico escénico. Era como de rock star. Y la gente me levantó y me llevó hasta la mesa: por arriba. Mientras gritaban: “¡Viva Villa, cabrones!”. El día de la presentación en la ciudad de México, que se hizo en uno de los campamentos, firmé 500 libros, estuve tres horas y media firmando. Al sol. Y yo decía: “No jodan, ya váyanse pa’ sus casas. Ta’ bueno el libro pero no es pa’ tanto...”

¿Y qué críticas recibe por “popular”?

―Hasta ahora, ninguna. Más bien el ninguneo. Una parte de la sociedad cultural mexicana me declara realmente inexistente. Pos qué importa si a un crítico no le gusta un libro que en la mayoría de los casos ni siquiera leyó, que escribe por compromiso ideológico con la revista que le paga. No escribe uno para ellos, me alegra mucho que no les guste, si les gustara me pondría nervioso.

¿Lo más complicado fue manejar el caudal de información?

―Villa era una zona inmensa de sobreinformación que reconocerán fácilmente los argentinos. Es la acumulación de versiones oficiales; de la versión de los vencidos escondidos: “Ustedes perdieron la revolución, jódanse, los vamos a contar pero quitándoles contenido social, limándole los dientes a Villa, lo vamos a volver Folk; del cine estropeándolo todo todavía más; de la leyenda negra muy potente por parte de los que lo odiaban. Y, además, la propia visión de los vencidos tiene una lógica muy jodida para el historiador; la memoria oral transcripta y retranscripta: si eran 9 los que cruzaron a caballo, la siguiente vez que se contó fueron 14 y la tercera 1500. 


Y luego están las diferentes versiones que daba el mismo Villa.

―Construye en vida su propia leyenda, es un narrador oral extraordinario. Cuenta de tres maneras diferentes la vida de su madre, por ejemplo: en cada una mete variaciones. Y así, continuamente. Toda esta apariencia de información en realidad crea lo contrario, el personaje no está, no tiene progresión, se mezcla pasado y presente, aparece amando y odiando simultáneamente a Estados Unidos, cosa que no es cierto. Esa relación tiene dos fases muy claras: al principio es estimación, envidia, adhesión por el progreso, la democracia, las libertades civiles. Y luego de repente dice: “Bueno, pero los negros están jodidos”.

El odio feroz es a partir de 1915, con los traidores de la Revolución Mexicana dejando pasar los trenes de soldados carrancistas, desconociendo su gobierno. Es el odio apache, son las declaraciones de “vamos a hacer una zanja de cien metros de profundidad y les cortamos el teléfono, para que ni pasen ni hablen”. Y es Columbus, ese asalto a sangre y fuego de 600 desesperados pelados mexicanos para arrasar una guarnición militar.

Se nota, cuando habla, su fascinación por el personaje.

―Es absoluta. Absoluta. Y ésta es una regla: si no te fascina lo que vas a escribir, que lo escriba tu madre. Esto de escribir por oficio una biografía... la biografía es un arte desesperado. Desesperado, de meterte en la cabeza de un personaje y joderte con él. Pero joderte bien jodido, de practicar el método Stanislavsky, ¿no? Adentro hasta que empiezas a tener pesadillas, y luego afuera para poder contar. Entrar para entender, salir para contar. Un fenómeno desquiciante, enloquecedor, pues. Que te vuela neuronas que ya no recuperarás, que te llenas de obsesiones, que te descubres en la noche con miedos. Que salen quién sabe de dónde.

¿Qué pesadillas, qué miedos?

–Villa tiraba de pistola con singular alegría. Y ordenaba fusilar 300 detenidos. Esas cosas a mí me espantan. Acostumbrado al humanismo del Che, que decía “no, no, los prisioneros al revés, hay que devolverlos sonrientes e intactos, porque son nuestro mensaje”. El Villa: ay, cabrón. Villa está cabrón. Es la dureza, la brutalidad de un mundo de muy pocas luces, muy oprimido, muy castigado. Villa es la venganza de los pobres, y la venganza es cabrona. Pero uno tiene que recuperar el mando de la historia y decir “no, momento, hay un contexto, una lógica, te guste o no”. No puedes moralizar la lectura de Villa. La biografía no es un arte aséptico ni mucho menos. Ya vivir con el Che para mí fue muy jodido: cuando terminé tenía paranoias. Potentes, además. 


A ver.

―Pues porque el Che es la compulsión. Vives con un tipo que continuamente se está esforzando al máximo, que si está con asma no importa, sube la colina de todas maneras, escupiendo los pulmones. Y si duermes dos horas no importa, te pones un libro en la espalda y mientras lees otro, para no quedarte dormido. Y me iba contagiando esa compulsión: yo escribía catorce horas por día y en las noches el Che se aparecía y me ponía a hacer trabajo voluntario, construyendo una escuela.

Lo dice serio.

―No te rías, cabrón, no te rías. Catorce horas de tecla, de mundo volado, y de repente Guevara pasaba por ahí y decía: “Paco, me cago en tu madre, pon los ladrillos”. Despertaba agotado.

¿Y Villa qué decía, en las noches?

―“Vas bien, muchacho.” Me palmeaba, amable. Paternal. (Se ríe.) Y eso que soy más viejo que él. Villa es la fuerza. Tremenda, además. Lo ves venir, lo ves entrando a un pueblo y dices: ay. “¿Con que usted sedujo a esa muchachita y es el cura? Paredón.” Y la gente decía: “No, no lo mate, no es mala gente”. Decía Villa: “Que se confiese en público”. “Sí, perdón, seduje a esa muchacha y no sólo eso, hice que ella dijera que el hijo era de Pancho Villa.” “¿Ven? Yo ni lo conocía, ese pelao no es mío, si fuera mío le daba mi nombre ―decía Villa―. Paredón.” La gente: “No, no, no lo fusile”. “Pos que se confiese otra vez.” El cura de esa historia se salvó, aunque él le hubiera dado paredón. Villa es el sentido del humor socarrón. Y es las cargas de caballería de ocho mil cabrones a caballo que hacían cagar de miedo a los federales. Y es el ejército del pueblo.

¿Qué tienen en común Villa y el Che?

―Son dos maravillosos guerrilleros repletos de intuiciones, del sentido del tiempo y la sorpresa. El sentido de la iniciativa, del don de mando, la capacidad de ir en la primera y llevarte a los demás detrás de ti. Y ya. Porque el Che es un hijo de la clase media ilustrada que leyó a Baudelaire a los doce años en francés y Villa era un campesino iletrado, que aprendió a leer a los treinta, malamente, y que cuando murió apenas si leía. Hay una coincidencia más: el primer libro que leyó Villa, Los tres mosqueteros, fue el tercero que leyó el Che. Qué tendrá ese libro, ¿no?

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